Europa sigue enfrentándose a un número de crisis sin precedentes.
Francia es sin duda la ilustración más llamativa de ello en la actualidad, tras su disolución parlamentaria tan inesperada como surrealista, dando lugar a una Asamblea Nacional dividida en tres bloques tan minoritarios como hostiles. Este triángulo mortal recuerda extrañamente a "el bueno, el malo y el feo" enfrentados en el centro de un cementerio abandonado, ¡en este caso el de tres billones de euros de deuda acumulada y enterrada durante casi cincuenta años!
A pesar de sus fundamentos políticos y presupuestarios menos problemáticos, Alemania ya no es el mejor alumno de la clase. Primera víctima de la reacción energética contra la Rusia de Putin, se enfrenta ahora a un modelo industrial envejecido y a un crecimiento lento. El agravamiento de las tensiones sociales y el ascenso electoral de los euroescépticos de la AFD, simétrico al de la RN en Francia, la obligan ahora a revisar de arriba abajo su política de inmigración, hasta el punto de reintroducir los controles en sus propias fronteras, ¡barriendo las libertades perdidas con Schengen!
Para completar el cuadro de esta contienda de ilusiones perdidas, Thierry Breton, hasta ahora el valeroso comisario responsable del mercado único y abanderado de todas las batallas por la "soberanía europea", da con la puerta en las narices a la nueva Comisión y a su renovada presidenta Ursula von der Leyen, con la que las disputas han ido en aumento en los últimos años.
Una Europa con más denuncias que éxitos
Más allá de estos contratiempos y problemas emblemáticos, el conjunto de la Unión Europea atraviesa un mal momento. La guerra de agresión de Rusia contra Ucrania es cada vez más intensa y desestabilizadora en sus fronteras orientales. Su dependencia de Estados Unidos en materia de seguridad, que sigue siendo tan esencial como siempre, se ve aún más debilitada por la campaña electoral al otro lado del Atlántico y las crecientes tensiones con China en el Pacífico. En todos sus países miembros se observa un aumento general del euroescepticismo, de las tensiones y de la radicalización política y social. Por último, enmarcando este sombrío panorama, la economía europea parece estructuralmente debilitada por los cambios y la competencia sin cuartel de un "nuevo mundo".
El informe Draghi encargado por la Comisión Europea ha subrayado brutalmente el declive de Europa en el otoño de 2024, basándose en una serie de conclusiones y gráficos, cada uno más condenatorio que el anterior. Como resultado, Europa se encuentra degradada del podio de los campeones, e incluso podría verse relegada a los Juegos Paralímpicos en el futuro como consecuencia de sus persistentes desventajas. Por desgracia, este nuevo informe es el enésimo que ilustra la misma historia del declive de una Europa minada por sus divisiones internas y superada por sus competidores exteriores.
Hace más de cuarenta años, es decir, hace dos generaciones, el informe Albert-Ball de 1983 ya advertía, mediante una sucesión de comparaciones sin ambages, del preocupante retraso de la "no Europa" con respecto a sus principales competidores, a saber, Estados Unidos y, en aquel momento, Japón. Sus observaciones eran similares a las del informe Draghi, en particular sobre la creciente insuficiencia y dependencia en los sectores y tecnologías del futuro. Sus advertencias eran igualmente similares, con el eterno "mañana será demasiado tarde". Por último, se hacían las mismas recomendaciones, insistiendo en la necesidad de aumentar los recursos comunes y reformar los métodos de toma de decisiones. Lo único que faltaba entonces, como ahora, era el plan operativo para que el cambio fuera un éxito.
Una situación grave pero no desesperada
Sin embargo, el informe Albert-Ball se quedó sin este plan operativo por poco tiempo. Dos años más tarde, Jacques Delors, tras asumir la presidencia de la Comisión Europea, reavivó la llama con el Acta Única y su plan de mercado único para 1992, seguido del Tratado de Maastricht que inauguraba el euro, mientras que la inesperada caída del Muro de Berlín en 1989 allanaba el camino a la reunificación alemana y, posteriormente, a la ampliación continental.
Seguimos beneficiándonos del triple salto adelante que ha supuesto la integración europea, aunque en los últimos treinta años la Unión se haya dormido demasiado en los laureles del pasado. Cada Estado miembro ha seguido estando dotado de un doble sistema de gobernanza eficaz que ejerce sobre él una presión ineludible a escala europea, y desde la crisis de Covid está respaldado por una deuda común.
Para los veintisiete Estados miembros, la Unión Europea sigue siendo el eslabón central de una cadena de solidaridad formada por el Banco Central, el Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo. Ningún gobierno o parlamento nacional de los Estados miembros puede sustraerse a este "cuadrado mágico". Pero la pregunta sigue en pie: ante tantas crisis, ¿es esta Unión un eslabón fuerte o débil?
En la actual situación francesa, en la que Francia se ha librado temporalmente de una severa advertencia de la Comisión, esta cadena de solidaridad nos protege y nos blinda de la grave crisis económica y financiera, con su reguero de devaluaciones e inestabilidades, que de otro modo nos habrían infligido nuestra inédita situación política y nuestra abismal deuda.
Este marco europeo ha evitado que Francia se descarrilara y ha salvaguardado sus posibilidades de volver a empezar con buen pie. Por otra parte, sin duda habrá contribuido a anestesiar demasiado a Francia, facilitando el aplazamiento de reformas que eran indispensables y que ahora son tanto más urgentes, cualesquiera que sean sus exigencias para recuperar el equilibrio.
Sin embargo, este marco deberá ser algo más que una simple salvaguardia, deberá convertirse en un motor que permita a Francia y a sus socios europeos salir de su calamitosa situación.
Errores persistentes que deben evitarse
Porque Europa ya no puede permitirse fracasar: el error estratégico ya se ha producido y no puede repetirse indefinidamente. Este precedente lo sentó el emblemático fracaso de la "estrategia de Lisboa" lanzada hace casi un cuarto de siglo, un fracaso del que a la larga habrá que aprender todas las lecciones.
El Consejo Europeo reunido en Lisboa en marzo de 2000, en un momento de distensión política y crecimiento económico, se fijó el objetivo de convertirse en 2010 en "la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo".
Además de las esperanzas depositadas en la Unión Monetaria recién iniciada, que debía acelerar y completar la Unión Económica, el Consejo Europeo había optado por recurrir a un "método abierto de coordinación" basado en la evaluación y el intercambio de las "mejores prácticas" nacionales, es decir, una emulación basada en la competencia interna facilitada por la realización del mercado único.
Cuando llegó la fecha límite de 2010, tuvimos que admitir no sólo que el objetivo seguía siendo utópico, sino también que, debido a la falta de recursos integrados y no a la competencia mutua, la brecha entre nuestros competidores en términos de competitividad económica y tecnológica había seguido aumentando. Este revés previsible y evidente no impidió a la Unión Europea proseguir un programa 2010-2020 basado en las mismas ilusiones y los mismos errores. Dos veces la misma ceguera: ¿debería sorprendernos que ahora tengamos que pagar la factura?
Sin un rápido cambio de rumbo, esta Europa incompleta parece abocada a un tercer acto aún más oscuro, y el informe Draghi hace sonar la alarma. Sin embargo, las orientaciones políticas 2024-2029 "para una prosperidad y una competitividad sostenibles de Europa" presentadas por Ursula von der Leyen en apoyo de su reelección hasta ahora no son más que un catálogo de buenas intenciones, sin nada realmente que mostrar. No brilla tanto por sus mil luces dispersas como por la falta de concentración y movilización en torno a una ambición innovadora identificable, respaldada por unos recursos comunes que estén por fin a la altura de las circunstancias.
¿Qué nuevo enfoque para nuestra competitividad?
Por su parte, más allá del lado oscuro de un régimen implacable que obliga a su sociedad a un estado de control total, China ha logrado en las últimas décadas una transformación económica apenas creíble. Cuando se publicó el informe Albert-Ball en 1983, su PIB era menos de la mitad del de Francia. En 2001, cuando ingresó en la OMC, estaba al mismo nivel que Francia. Hoy, su PIB es siete veces el de Francia, igual al de la Unión Europea en su conjunto, ¡y está a la par con el de Estados Unidos! Potencia política y económica de primer orden, desarrollando su equipamiento militar a una velocidad vertiginosa y apoyándose en todas las nuevas tecnologías, China pretende ahora disputar a Estados Unidos la primacía en la zona del Pacífico, donde las crecientes tensiones desmienten cada vez más la denominación semántica.
La Unión Europea, por su parte, ya no tiene más peso que a escala mundial, pues sus Estados individuales ya no están en condiciones de competir con semejante gigante. Esto es algo que Emmanuel Macron comprendió claramente cuando pidió a Ursula von der Leyen que estuviera presente durante sus contactos con Xi Jinping, mientras que a Olaf Scholz le costó más asumir el propio redimensionamiento de Alemania en esta nueva situación.
El informe Draghi subraya con contundencia que no bastará con que Europa se ponga a la altura sumando, sino integrando -un proceso aún demasiado incompleto- y recuperando colectivamente las nuevas tecnologías. Según sus cálculos, recuperar el retraso exigiría 800.000 millones de euros de inversión adicional al año. Pero, ¿cómo lograrlo con las finanzas públicas de los Estados miembros en estado de desangramiento y su oposición todavía feroz a sacar el presupuesto europeo de su estado de infradimensión, limitado desde hace siglos (¡ya desde el informe Albert-Ball!) a unos míseros 1% del PIB, cuando sus propios presupuestos nacionales confiscan casi 50% de este PIB (mientras que el presupuesto federal estadounidense asciende a casi 25% del suyo)?
¿No podríamos recurrir entonces a préstamos europeos de la magnitud necesaria, no sólo de los mercados financieros, sino también, con gran publicidad, de los propios ciudadanos europeos, abriendo así nuevas salidas a su ahorro, una nueva dimensión a su participación y una realidad inédita a la unión económica y monetaria, que hasta la fecha ha seguido siendo principalmente monetaria, insuficientemente financiera y más semántica que auténticamente económica?
¿Qué nuevo enfoque de la seguridad?
Estos préstamos europeos deberían dar prioridad a los imperativos del rearme de nuestra defensa, indispensable ante el agravamiento de las tensiones internacionales y, en primer lugar, ante la agresión rusa de Putin contra Ucrania, que en los últimos años ha puesto en entredicho toda la seguridad y la estabilidad del continente.
La eficacia de este rearme requerirá bases armonizadas, con una apertura mutua de los mercados de adquisición de material de defensa, actualmente excluidos de las normas comunitarias, y una preferencia europea en esta apertura. Sin cuestionar la Alianza Atlántica ni el paraguas de la OTAN, ha llegado el momento de construir una defensa europea autónoma, ciertamente en asociación con Estados Unidos pero ya no estrictamente dependiente de él. En este contexto, la extensión de la disuasión nuclear francesa al conjunto de la Unión Europea es esencial.
¿Qué nuevo enfoque de nuestra identidad?
Poner así en común nuestros recursos al servicio de una nueva ambición europea movilizadora, dotada de medios políticos, de seguridad y financieros adecuados, tendría un impacto directo en nuestra recuperación tecnológica y competitiva. Daría pleno sentido y contenido al mercado único, hasta ahora reducido abusivamente a una competencia mutua con escaso valor añadido.
Para completar, confirmar e ilustrar esta afirmación de verdadera integración europea, ¿no habría que equipar a nuestros aduaneros de las fronteras exteriores de la Unión con uniformes idénticos y reunirlos en una organización común directamente dependiente de la Comisión Europea? Si se quiere el fin, se quieren los medios, ¡y éste es sólo uno de ellos! Porque esto es lo que más falta hace hoy en Europa y explica, más allá de todos los gráficos, por qué su peso político y su competitividad a escala mundial están en declive creciente.
Jean Monnet ya había observado que sólo consentimos los cambios y las nuevas ideas cuando tenemos una crisis a las puertas. ¿La multiplicidad de crisis actuales acabará por vencer la resistencia de retaguardia a estos cambios y nuevas ideas de los que depende ahora más que nunca el futuro de los europeos?