"Estoy al mando de un ejército que no tiene nada". Esta amarga observación de Alfons Mais, inspector general de la Bundeswehr, tras la repentina agresión en Ucrania por parte de la Rusia de Putin, puede dirigirse tanto a Europa como únicamente a Alemania.
Esta cólera y esta consternación habrán seducido sin duda a Ursula von der Leyen, Presidenta de la Comisión Europea y antigua Ministra de Defensa alemana. Pero los demás dirigentes de Europa no pueden eximirse de ella, tras treinta años de miopía en los que apenas han buscado, más allá de la preservación por Francia de las herramientas de su disuasión nuclear, recuperar alguna capacidad de defensa autónoma, a pesar de los cincuenta años anteriores de absoluta dependencia militar de Estados Unidos y de un enfrentamiento frontal y glacial con una Rusia totalitaria. Ahora Rusia, que ha vuelto a sus peores demonios tras una caótica reconversión liberal convertida en mafia, quiere vengar con las armas su desalojo del continente y su declive político y económico.
En una situación así, no se podrá tomar ninguna medida correctiva si no se sacan claramente a la luz todas las pruebas de la falta de seguridad culpable de la Unión Europea y se extraen debidamente todas las lecciones. ¡Un vasto programa!
Una acumulación de hallazgos preocupantes
La "globalización feliz" preconizada por una Unión Europea despreocupada, dormida bajo sus laureles comerciales, ha dado paso ahora a una redistribución mundial de las cartas, con el enfrentamiento armado en Ucrania, la crisis energética desencadenada por las sanciones contra Rusia y la afirmación de un eje hostil en torno a los BRICS. Todos estos Estados están unidos por un ostensible distanciamiento, cuando no una oposición frontal, a Occidente, a su dominación pasada, a sus posiciones actuales y, en mayor o menor medida, a sus libertades y valores democráticos.
Mientras una guerra sin cuartel hace estragos en Ucrania, a las puertas de Europa, la debilidad intrínseca de Europa se ha convertido, por fin perceptible para todos, en un peligro mortal. La ayuda que está haciendo todo lo posible por prestar a los ucranianos, con el apoyo de la OTAN, no sería suficiente sin la contribución decisiva de Estados Unidos, líder todopoderoso e indiscutible de la Alianza Atlántica, al tiempo que, dado el lamentable estado de los arsenales europeos, contribuye a agravar su propio desarme frente a Rusia.
Estados Unidos no tiene reparos en hacer pagar a los europeos esta prolongada dependencia en materia de seguridad, en términos políticos, económicos, tecnológicos y comerciales, además de medios no declarados de control intrusivo.
Pero lo peor para Europa es que su dependencia conlleva más que nunca el gran riesgo de que Estados Unidos, en función de sus propias elecciones y de la situación en el Pacífico, reconsidere la solidez de su compromiso europeo.
Tampoco podemos eludir la crisis migratoria fuera de control a la que se enfrenta Europa como consecuencia de la presión del África subsahariana, con sus trágicas situaciones y sus numerosas víctimas, pero también con una magnitud que empieza a ser abrumadora.
Veremos los efectos calamitosos de una demografía africana explosiva en un contexto de guerras internas, de poblaciones abandonadas, martirizadas o fanatizadas, y de desestabilización política activada solapadamente por China y Rusia. Por su parte, Europa, rica en ayudas sociales y ONG de todo tipo, experimenta una depresión demográfica simétrica, a pesar de los grandes contingentes de inmigrantes ya instalados en su suelo. Carente de una identidad específica fuerte o de una organización unificada con fronteras comunes, su falta de liderazgo político está dejando a sus Estados del Sur que hagan frente a las llegadas masivas, que una "mano invisible" de Bruselas intenta repartir en cuotas improvisadas.
Por muy atractiva que les parezca a estos emigrantes, Europa no se ha convertido en absoluto en un paraíso económico, en el Eldorado de la "economía más competitiva del mundo" prometido por su ilusoria Estrategia de Lisboa 2000-2010, que, sin ningún programa serio, confiaba en el mantenimiento de los vientos favorables y en los intercambios mutuos de "buenas prácticas" para tomar la delantera en la carrera de las nuevas tecnologías.
No sólo ha perdido la carrera. Ha sido duramente golpeada desde todos los frentes, y en los ámbitos más estratégicos para el futuro. Aunque ha conservado su saber hacer y sus posiciones de liderazgo en algunos campos como la aeronáutica, el espacio y, en el caso de Francia, la energía nuclear, su competitividad industrial y tecnológica global no ha dejado de disminuir en las últimas décadas, con un desfase creciente difícil de recuperar ante una revolución digital con innumerables aplicaciones y repercusiones. Entre otras cosas, veremos las consecuencias de una política de competencia especialmente miope por parte de la Comisión de Bruselas, que ha hecho todo lo posible por impedir la aparición de campeones europeos, al tiempo que abría sin límites el mercado europeo a los gigantes estadounidenses y asiáticos, tanto en la industria como en los servicios, que ahora nos dominan sin oposición.
Tras haber vendido sin compensación muchas de sus patentes, marcas y buques insignia tecnológicos, incapaz de crear sus propios "GAFA" y obligada a condicionar cada vez más sus exportaciones industriales a transferencias de tecnología llave en mano, Europa se ha quedado muy rezagada con respecto a Estados Unidos, mientras que China, seguida de otros competidores emergentes, la ha alcanzado y superado en los últimos veinte años a un ritmo verdaderamente asombroso.
En el pasado, Europa importaba mano de obra para producir y exportar sus productos industriales en un mundo en el que había adquirido una posición de liderazgo comercial. Hoy, relegada principalmente a una economía de servicios, de la que no tiene ninguna garantía de conservar el control, sobreendeudada bajo el peso de sus cargas sociales, importa la mayor parte de sus productos industriales mientras se enfrenta a una presión migratoria no deseada, a una guerra total a sus puertas, a un expansionismo ruso desenfrenado una vez más, a una interminable dependencia en materia de seguridad, a una crisis energética estructural, a un desvanecimiento de la escena internacional y a la hostilidad de un "Sur global" resentido. ¿Es posible ensombrecer semejante panorama?
Necesidades vitales que se han convertido en urgentes
Frente a esta crisis sin precedentes que desafía a Europa en todos los ámbitos, el tiempo se agota. Frente a un tornado de vientos en contra, su política comunitaria de pequeños pasos, tan medidos, tan insuficientes y tan a menudo interrumpidos por largas pausas o incluso auténticos retrocesos, no puede continuar.
No hacer nada más sería programar el inevitable declive de Europa, preludio de una decadencia fatal que ya se percibe en un mundo en profunda convulsión.
"Rearmar Europa" no sólo significará dotarla por fin de las armas defensivas que garanticen su seguridad autónoma y disuadan a sus adversarios, ya sean potenciales, declarados o manifiestos, de cualquier agresión, neutralización o incluso sometimiento.
Este rearme implicará, en el sentido más amplio, el reequipamiento de arriba abajo de una estructura europea que actualmente se reduce a arreglos de última hora, es decir, a retoques superficiales insuficientes para resistir eficazmente e incluso para recuperar -porque es menos necesario que nunca ceder- las posiciones perdidas ante las tormentas que se han levantado y las nuevas que amenazan.
Por último, y sin duda lo primero y más importante, porque todo está relacionado, esto significará redescubrir la fe, la convicción y la determinación de actuar juntos que son la única manera de rearmar Europa políticamente, en términos de identidad y de seguridad.
Por supuesto, todavía tenemos que encontrar la manera de vincular todas estas cuestiones y responder a ellas, con veintisiete Estados miembros y pronto con más de treinta. Esta es la cuestión esencial, y en realidad la única. La toma de conciencia de la magnitud de nuestro declive seguirá siendo inútil si no se llega a un acuerdo sobre los medios operativos para remediarlo eficazmente, ¡sin miedo a tener que volcar una mesa que se ha tambaleado demasiado!
Un prerrequisito esencial franco-alemán
Una primera prioridad será disipar rápidamente el malestar, ciertamente intermitente y difuso más que manifiesto, que afecta actualmente a las relaciones franco-alemanas. El Tratado de Aquisgrán de 2019, que debía revivir el Tratado del Elíseo franco-alemán de 1963, no lo consiguió. En lugar de comprometerse a profundizar en una verdadera integración política, diplomática y de seguridad, este tratado desacertado prefirió multiplicar sus promesas desordenadas de formas de cooperación múltiples y superfluas, sin tener en cuenta los progresos realizados en la construcción europea desde 1963, las repercusiones del Brexit, los retos de nuestra seguridad compartida ni las convulsiones en curso en la escena mundial.
No se respondió a los planes de unión política propuestos anteriormente por Alemania a los presidentes Mitterrand y luego Chirac, ni siquiera en sentido contrario a las perspectivas de reactivación europea expuestas por el presidente Macron en sus discursos en la Sorbona, en Estrasburgo y en Berlín.
Por el contrario, el clima bilateral se ha deteriorado progresivamente, más allá y a pesar del frente común europeo afortunadamente opuesto a la agresión rusa en Ucrania, con sanciones que habrán costado especialmente caro a Alemania, obligada a reconsiderar toda su política de importación de energía de Rusia y a sacrificar las gigantescas infraestructuras puestas en marcha con este último país.
Pero esta solidaridad europea con Ucrania no impidió al Canciller Scholz ir en solitario a Pekín para asegurar su propio comercio bilateral, favorecer después a la industria estadounidense en su programa nacional de rearme de 100.000 millones de euros, antes de inaugurar un programa europeo de defensa para los cielos de Europa, ¡que resultó no tener participación francesa alguna!
Podemos ver en esta desincronización y en estos recortes de la asociación mutua los efectos de un resentimiento alemán tácito pero subyacente por seguir siendo tratada, ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, como una marginada del poderoso Consejo de Seguridad de la ONU, con Francia persistiendo en rechazar cualquier reparto europeo de su puesto permanente acordado en 1945 por los Aliados.
Sin embargo, hay una forma en que podríamos haber resuelto la situación y reconstruido un interés común fuerte y verdaderamente unido con Alemania, abriendo nuevas perspectivas políticas, diplomáticas, de seguridad, industriales y tecnológicas. Para ello habría sido necesario concluir un pacto bilateral que garantizase que las posiciones expresadas por Francia en el Consejo de Seguridad se expresarían en lo sucesivo en nombre de ambos países, primer paso hacia la afirmación de una voz europea única. ¿Por qué no lo hicimos, y por qué sorprendernos cuando a cambio sufrimos reveses similares?
La búsqueda de una mayoría dinámica entre los veintisiete Estados miembros
Por supuesto, una golondrina no hace primavera, y tal acuerdo franco-alemán no habría bastado por sí solo para sacar a una Europa del atolladero que, con veintisiete miembros, ya no se parece a la Europa de los seis países fundadores puesta en marcha por Robert Schuman y Jean Monnet tras recabar el apoyo del Canciller Adenauer. La perspectiva de un "directorio franco-alemán" puede incluso irritar hoy a algunos, sobre todo en el Sur y el Este de Europa.
Por ello, el tándem franco-alemán, al tiempo que parece más vital que nunca para restaurar el motor de la integración europea y su rearme total, debería, si se atreviera a embarcarse en semejante golpe político, prestar extrema atención a la implicación de todos sus socios europeos que deseen compartir su avance sin precedentes hacia la integración.
Esto incluiría sin duda a los seis países fundadores, pero también a muchos otros, aunque no sería posible identificarlos y contarlos antes de dar este primer paso. Pero no sería descabellado esperar la formación progresiva de una nueva mayoría política federativa en el seno de los veintisiete, como primer paso hacia un rearme efectivo y autónomo de Europa a todos los niveles.
Apoyo público previsible
Ante tal perspectiva, muchos se preguntarán también por la actitud de la opinión pública europea, actualmente tan abierta a las corrientes populistas y euroescépticas, incluso si una parte creciente de sus dirigentes asumiera el riesgo político y electoral de acelerar la integración común.
Sin embargo, la pregunta parece menos arriesgada de lo que podría parecer a primera vista, porque en general está tan mal planteada como mal interpretada. Todos los sondeos de opinión realizados entre los europeos han demostrado que las reacciones de desafío u hostilidad hacia Bruselas no se dirigen contra la integración europea per se, sino contra la Unión tal y como funciona actualmente.
No sin razón, consideran que la UE es tan rápida en debilitar o incluso abolir las protecciones nacionales como lenta o incluso incapaz de sustituirlas por protecciones europeas tangibles. Motivada por activar la libre circulación de capitales, ansiosa por organizar el reparto interno de los emigrantes de terceros países, la Unión Europea no parece tener prisa por dotarse de un liderazgo político eficaz, de funcionarios de aduanas comunes unificados en las fronteras exteriores, ni de un ejército autónomo, moderno y disuasorio.
Estos sondeos indican también que la opinión pública no sería en absoluto hostil a la aparición de un presupuesto europeo por fin significativo, en lugar de los 1% del PIB europeo tan escasamente asignados por los Estados miembros, cuyos presupuestos propios confiscan la mitad de este PIB, siempre que tal transferencia vaya acompañada de un marco común que elimine el fraude y las desigualdades fiscales entre Estados, apoye eficazmente una seguridad colectiva creíble y contribuya directamente a una recuperación económica perceptible, con los nuevos empleos que conlleva.
Por último, los contribuyentes acogerían con satisfacción el hecho de que tal transferencia, al crear importantes economías de escala, aliviaría una carga fiscal global que se ha hecho insoportable como consecuencia de la duplicación y el despilfarro del "sálvese quien pueda" de los Estados miembros.
Darnos los medios reales para una seguridad autónoma
Garantizar una seguridad colectiva libre de cualquier presión, dominación o intimidación exigiría a Europa un esfuerzo de rearme industrial y competitivo sin precedentes.
Un requisito previo para ello sería un cambio fundamental de la posición de la Comunidad en cuestiones de defensa, que hoy en día están esencialmente excluidas de sus competencias. Por ejemplo, los pedidos de los Estados miembros relacionados con la defensa no están cubiertos por la apertura de los mercados de contratación pública, mientras que no sólo deberían estarlo, sino que deberían ser objeto de auténticas preferencias mutuas, que es la única manera de lograr la autonomía política e industrial de la defensa europea.
Del mismo modo, en lugar de desalentarlas, la Comisión debería promover y acelerar la cooperación europea y las agrupaciones industriales para garantizar que recuperamos el retraso tecnológico, especialmente en tecnología digital, inteligencia artificial y robótica, que están revolucionando todos los datos y todos los sectores, empezando por la defensa. En el rearme debe prestarse especial atención a la aeronáutica, los lanzadores y misiles, los satélites y el espacio, así como al control marítimo. Una reconversión europea de este tipo crearía un gran número de empleos innovadores y redes de subcontratación sin precedentes que implicarían a numerosas PYME a escala europea.
La cuestión más delicada seguiría siendo, por supuesto, la disuasión nuclear. Alemania y otros países europeos no carecen de este tipo de armas en su suelo, pero bajo control exclusivo estadounidense. Frente a seis mil cabezas nucleares rusas y cinco mil quinientas estadounidenses, Francia, única potencia nuclear autónoma de la Unión Europea tras la marcha de los británicos, puede disponer de trescientas, la mayoría de ellas bien escondidas bajo los mares del mundo, capaces de constituir una disuasión suficientemente creíble y formidable contra el absurdo de un ensañamiento.
¿Es pues concebible que Francia extienda su protección disuasoria al conjunto de la Unión Europea, participando ésta a cambio en el correspondiente reequipamiento de un sistema a su servicio (portaaviones, submarinos, misiles)? Tal perspectiva sería sin duda aceptable para nuestros socios europeos si esta disuasión se basara en garantías firmes e irreversibles, acompañando al mismo tiempo la afirmación de un ejército convencional común eficaz y modernizado bajo mando europeo. A este último le correspondería, en caso necesario, defender a la Unión Europea contra cualquier escalada o extensión de una guerra de alta intensidad como la de Ucrania, estando la disuasión nuclear ahí sólo para proteger contra cualquier tentación de la otra parte de utilizarla.
Ese rearme autónomo de la Unión se haría permaneciendo fieles a la Alianza Atlántica y a la OTAN, pero sin infligirnos una dependencia eterna e incondicional sujeta únicamente a la buena voluntad de nuestro poderoso aliado estadounidense.
Afrontar la incertidumbre del futuro arriesgando hoy con audacia
Para una Europa que había olvidado las lecciones del "si vis pacem, para bellum" y que ahora está pagando el precio desorbitado, ha llegado el momento de elegir. Frente a la persistencia de la dominación indivisa estadounidense y el auge de nuevos imperialismos que la miran con mal disimulada condescendencia, buscando por todos los medios competir con ella, marginarla, expulsarla, dividirla o incluso subyugarla, ¿mostrará Europa por fin un mínimo de audacia, consciente por fin de que "el verdadero respeto exige el valor del riesgo"?
Para la Europa de hoy, este riesgo se llama integración política, condición de su rearme mundial. A escala mundial, los europeos se han encogido. Divididos, se han vuelto insignificantes; juguetes fáciles para todo tipo de manipulaciones externas. Pero unidos, pueden trascenderse a sí mismos en una potencia federada de quinientos millones de habitantes, capaz de jugar en pie de igualdad con cualquiera, ganarse el respeto y participar activamente en otra forma de globalización, más tranquila, más equilibrada, más respetuosa de los derechos y libertades de todos y más preocupada por las nuevas prioridades comunes, en particular medioambientales, para el planeta.
¿A qué estamos esperando?